Tregua

Me pregunto muchas veces si será peor tener un padre muerto que un padre huido, si será más llevadera la orfandad que el abandono.
Cuando llega la noche, me refugio en mis pensamientos, que sobreviven encadenados a las horas. La oscuridad a mis espaldas, la luz anaranjada del quinqué, el ruido del ventilador de mi ordenador personal, lo golpes de las teclas, la silla que cruje por culpa de mi obesidad mórbida.
Ha venido ya la noche con su saco de miedo y su espejismo de tregua. Finalmente el sueño cómplice abate a todos, a todas, que caen en las camas enemigas sin poder revolverse siquiera para escupir en la cara del verdugo. A esa hora se abren chirriantes los cerrojos de las celdas de los cautivos, y pisamos la hierba fresca con los pies entumecidos, y tocamos la tierra con los dedos, y nos gusta que la tierra se meta debajo de nuestras uñas sucias, y hasta la probamos con la boca y nos parece dulce, la tierra y la hierba dulces. Cadena perpetua.
Quiero cantar una canción, o al menos entonarla. Es una melodía triste, que se murmura con los labios entreabiertos, entrecerrados, para que no se escape del todo y así poder cantarla de nuevo mañana por la noche. La canción no tiene ni palabras ni letras. Pero la voz también se oxida dentro de mi celda y se ha perdido por los túneles sin poder llegar hasta mi boca. Yo también me rindo, de nuevo.

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